En este entrevista Enrique Refoyo, experto en política internacional y asuntos militares, ofrece un análisis detallado sobre la situación actual en Oriente Medio.
Desde las ambiciones expansionistas de Israel hasta las tensiones con Irán, pasando por la corrupción de Benjamin Netanyahu y el papel de potencias como Rusia, China y Estados Unidos, desentraño las complejidades de un conflicto que podría tener repercusiones globales.

El polvorín de Oriente Medio y la tragedia de Gaza

El conflicto en Oriente Medio ha alcanzado un punto de inflexión, con Gaza como epicentro de una crisis que podría desembocar en una guerra de proporciones catastróficas. Israel, liderado por Benjamin Netanyahu, ha intensificado sus operaciones militares en la Franja de Gaza, justificándolas como una respuesta a los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023.
Sin embargo, detrás de esta narrativa se esconde una estrategia mucho más ambiciosa: la consolidación de un «Gran Israel» que trascienda las fronteras actuales. Lo que estamos presenciando no es solo una reacción defensiva, sino un plan deliberado para expulsar a los palestinos de sus tierras, utilizando tácticas que recuerdan a un asedio medieval.
La negativa de Israel a reconocer un Estado palestino no es un capricho diplomático, sino una declaración de intenciones: las fronteras, para ellos, son maleables, y Gaza es solo el primer paso en una expansión que amenaza con desestabilizar toda la región. Este enfoque, combinado con la devastación sistemática de infraestructuras palestinas —hospitales, escuelas, campos agrícolas—, busca forzar un éxodo masivo, un desplazamiento que allane el camino para la ocupación permanente. Si este patrón continúa, el riesgo de una escalada que involucre a potencias globales no es una hipótesis, sino una certeza.

El sueño del «Gran Israel» y su costo humano

La noción de un «Gran Israel» no es un concepto reciente; ha sido una aspiración latente desde la fundación del Estado en 1948, alimentada por una interpretación expansiva de los derechos históricos y religiosos. A lo largo de las décadas, Israel ha evadido compromisos fronterizos firmes, viendo los acuerdos internacionales como obstáculos temporales. La retirada de Gaza en 2005, lejos de ser una concesión, fue una maniobra táctica para reorientar esfuerzos hacia Cisjordania, donde los asentamientos ilegales han fragmentado el territorio palestino en un archipiélago de enclaves aislados.
En Gaza, la estrategia actual es aún más cruda: bombardear, bloquear y desplazar. Desde mi análisis, lo que Israel persigue es una limpieza territorial que elimine cualquier resistencia palestina, utilizando el hambre y la desesperación como armas. Esta ambición no solo viola el derecho internacional, sino que ignora las consecuencias geopolíticas de largo alcance.
Al desestabilizar Gaza y Cisjordania, Israel no solo provoca a sus vecinos inmediatos, como Líbano y Siria, sino que tensa las relaciones con potencias como Irán, que ven en estas acciones una amenaza directa a su influencia regional. El «Gran Israel» podría materializarse, pero a un costo que podría incendiar Oriente Medio y más allá.

Netanyahu: la corrupción como motor de la guerra

En el corazón de esta crisis está Benjamin Netanyahu, un líder cuya supervivencia política depende de la perpetuación del conflicto. Acosado por múltiples investigaciones por corrupción, Netanyahu ha encontrado en la guerra una tabla de salvación.
El ataque de Hamás del 7 de octubre le proporcionó su propio «11 de septiembre», un evento que, él mismo Netanyahu pudo haber facilitado al ignorar advertencias de inteligencia y debilitar las defensas fronterizas. Este acto no solo desvió la atención de sus problemas legales, sino que le permitió consolidar el poder bajo el pretexto de la seguridad nacional.
La prensa israelí, como el Times of Israel, ha reconocido que Netanyahu financió a Hamás a través de Qatar para dividir a los palestinos, una táctica que se le volvió en contra pero que él explotó hábilmente. Desde mi perspectiva, la guerra en Gaza no es solo una lucha contra un enemigo externo, sino una maniobra interna para evitar la cárcel y mantener el control.
Esta mezcla de corrupción y belicismo revela la fragilidad de la democracia israelí y plantea una pregunta inquietante: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar Netanyahu para salvarse, incluso si eso significa arrastrar al mundo a un conflicto mayor?

Irán: el pilar que sostiene la resistencia

Irán se erige como el contrapeso principal a las ambiciones de Israel y Estados Unidos en Oriente Medio. Con una población de 90 millones y una historia milenaria, este país no es solo un rival ideológico, sino un actor soberano que resiste la hegemonía occidental. Desde mi análisis, el «eje de la resistencia» —que incluye a los chiíes de Irak, Siria y Hezbolá en Líbano— depende de Irán como su núcleo estratégico. Israel y EEUU lo saben, y por eso buscan su colapso, ya sea mediante ataques a su infraestructura nuclear y petrolera o fomentando divisiones internas entre kurdos, azeríes y árabes.
Sin embargo, invadir Irán por tierra es inviable debido a su vasto territorio y geografía hostil, lo que deja a sus adversarios con la opción de una guerra aérea devastadora pero limitada. La creciente alianza de Irán con Rusia y China, lo que yo llamo el «triángulo multipolar», eleva las apuestas: un ataque directo podría desencadenar una respuesta coordinada que trascienda la región. Irán no es solo un objetivo táctico; es la pieza clave que podría determinar si el conflicto sigue siendo regional o se convierte en global.

Rusia: el legalista pragmático en jaque

Rusia desempeña un papel ambiguo pero crucial en este tablero. Su relación con Irán, basada en el corredor Norte-Sur y la cooperación económica, es vital para sus intereses estratégicos en Asia y los mares cálidos. Sin embargo, como he observado, Moscú es ferozmente legalista: no hay un pacto de defensa mutua con Teherán, lo que limita su involucramiento directo.
Si Irán cae, Rusia perdería su vector meridional, quedando expuesta a un resurgimiento del terrorismo yihadista en el Cáucaso y Asia Central, una amenaza que no puede ignorar mientras lidia con Ucrania y las tensiones con Europa.
Desde mi perspectiva, Rusia podría volverse más activa si EEUU y sus aliados intensifican la agresión contra Irán, no por lealtad ideológica, sino por supervivencia geopolítica. La caída de Siria ya ha debilitado su posición en la región, y perder Irán sería un golpe devastador que la dejaría dependiendo excesivamente de China. Rusia está en una encrucijada: mantenerse al margen podría costarle caro, pero intervenir arriesga una confrontación directa con Occidente.

China: el observador calculador

China, con su enfoque milenario, observa el conflicto con una mezcla de cautela y oportunismo. La caída de Irán no solo amenazaría sus suministros de petróleo, sino que desestabilizaría Pakistán y, por extensión, la Ruta de la Seda, un proyecto vital para su hegemonía económica. Pekín podría aprovechar la distracción de EEUU en Oriente Medio para avanzar en el Mar de China Meridional o incluso en Taiwán, cercando la isla sin disparar un solo tiro.
Si EEUU pierde su flota en un conflicto con Irán —un escenario plausible dado el poder militar chino—, su capacidad para contener a China se desmoronaría. Los chinos, maestros del cinismo estratégico, podrían armar a Irán sin entrar directamente en la guerra, replicando la táctica occidental en Ucrania. Para China, este conflicto es una ventana de oportunidad: mientras Occidente se desgasta, ellos acumulan recursos y esperan el momento preciso para asestar un golpe decisivo en su propio tablero.

Estados Unidos: el imperio en declive busca un reseteo

Estados Unidos, atrapado en una crisis económica y militar, enfrenta un dilema existencial. Con una deuda de 37 billones de dólares, un «reseteo económico» —borrar sus obligaciones y reconfigurar su estrategia global— parece inevitable.
El conflicto en Oriente Medio podría ser el pretexto: una derrota militar, como la pérdida de su flota, justificaría un reinicio que preserve su hegemonía a costa de sus aliados. Este cinismo se extiende a su política exterior: mientras México y otros seguirían atados a sus deudas, EEUU se desharía de las suyas invocando la «seguridad nacional».
Su apoyo incondicional a Israel y los movimientos de tropas hacia Irán sugieren una apuesta arriesgada: doblegar a Teherán para reafirmar su dominio. Sin embargo, si China y Rusia responden, el costo podría ser el colapso de su poder marítimo, dejando al descubierto su vulnerabilidad en Asia y más allá. EE.UU. juega a ganador-toma-todo, pero el riesgo de perderlo todo es igualmente alto.

El espectro de la Tercera Guerra Mundial

El futuro es un lienzo sombrío pintado con las ambiciones, corrupciones y errores de los líderes actuales. La escalada en Oriente Medio, impulsada por Israel y respaldada por EEUU, podría convertirse en el detonante de una Tercera Guerra Mundial si Irán, Rusia y China se ven acorralados. La combinación de expansionismo israelí, la resistencia iraní y las maniobras de las grandes potencias crea un cóctel explosivo.
Netanyahu podría lograr su «Gran Israel», pero a costa de un genocidio que inflamará la región; EEUU podría resetear su economía, pero perder su supremacía global; China y Rusia podrían salir fortalecidas, pero enfrentarse a un Occidente desesperado. La falta de liderazgo ético y la manipulación de las narrativas oficiales agravan el peligro. Sin embargo, hay un rayo de esperanza: la creciente desconfianza de las poblaciones hacia estos juegos de poder podría forzar una desescalada si se canaliza en presión internacional. El mundo está al borde del abismo, y el próximo paso dependerá de nuestra capacidad para exigir responsabilidad.
La crisis en Oriente Medio trasciende las fronteras regionales; es un reflejo de las tensiones globales que podrían culminar en un conflicto devastador. La corrupción de Netanyahu, las ambiciones de Israel y la resistencia de Irán son solo piezas de un rompecabezas mayor, donde potencias como EEUU, Rusia y China juegan con el destino de millones.
Vemos un mundo fracturado por la codicia y la falta de visión, pero también un potencial para el cambio si las voces ciudadanas se alzan contra la beligerancia. La historia nos enseña que las guerras nacen de la arrogancia y mueren con la voluntad colectiva de la paz; hoy, esa lección es más urgente que nunca.
No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras los tambores de guerra resuenan. La diplomacia, el respeto por el derecho internacional y la presión popular son las únicas herramientas que pueden evitar una catástrofe. Les invito a compartir este análisis, a debatirlo en redes con el hashtag #PazEnOrienteMedio y a exigir a sus líderes que prioricen el diálogo sobre las armas.
La Tercera Guerra Mundial no es inevitable, pero evitarla requiere que dejemos de ser meros espectadores y nos convirtamos en agentes de un futuro más justo.
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