5 de diciembre, 2023

Por Stephen M. Walt, columnista de Foreign Policy y profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Harvard.

Después de que Estados Unidos pasara de la oscuridad de la Guerra Fría al agradable resplandor del llamado momento unipolar, una variada gama de académicos, expertos y líderes mundiales comenzaron a predecir, anhelar o buscar activamente el retorno a un mundo multipolar. No es sorprendente que los dirigentes rusos y chinos hayan expresado desde hace tiempo su deseo de un orden más multipolar, al igual que los líderes de potencias emergentes como India o Brasil.

Y lo que es más interesante, también lo han hecho importantes aliados de Estados Unidos. El excanciller alemán Gerhard Schröder advirtió del “peligro innegable” del unilateralismo estadounidense, y el exministro de Asuntos Exteriores francés Hubert Védrine declaró en una ocasión que “toda la política exterior de Francia… tiene como objetivo que el mundo del mañana esté compuesto por varios polos, no solo por uno”. El apoyo del actual presidente francés, Emmanuel Macron, a la unidad europea y a la autonomía estratégica revela un impulso similar.

Sorpresa, sorpresa: Los líderes estadounidenses no están de acuerdo. Prefieren las oportunidades expansivas y el estatus gratificante que se derivan de ser la potencia indispensable, y se han resistido a abandonar una posición de primacía indiscutible. Ya en 1991, la administración de George H. W. Bush elaboró un documento de orientación en materia de defensa en el que se pedían esfuerzos activos para impedir la aparición de competidores similares en cualquier parte del mundo.

Los diversos documentos sobre la Estrategia de Seguridad Nacional publicados por republicanos y demócratas en los años posteriores han ensalzado la necesidad de mantener la primacía de Estados Unidos, incluso cuando reconocen el retorno de la competencia entre grandes potencias. También han intervenido destacados académicos, algunos de los cuales sostienen que la primacía estadounidense es “esencial para el futuro de la libertad” y buena tanto para Estados Unidos como para el mundo.

Yo mismo he contribuido a esta opinión, escribiendo en 2005 que “el objetivo central de la gran estrategia estadounidense debería ser preservar su posición de primacía durante el mayor tiempo posible”. (Sin embargo, mis consejos sobre cómo conseguir ese objetivo fueron ignorados).

Aunque la administración Biden reconoce que hemos vuelto a un mundo de varias grandes potencias, parece nostálgica de la breve época en la que Estados Unidos no se enfrentaba a competidores de su misma talla. De ahí su vigorosa reafirmación del “liderazgo estadounidense”, su deseo de infligir una derrota militar a Rusia que la deje demasiado débil para causar problemas en el futuro, y sus esfuerzos por sofocar el ascenso de China restringiendo el acceso de Pekín a insumos tecnológicos críticos al tiempo que subvenciona la industria estadounidense de semiconductores.

Incluso si estos esfuerzos tienen éxito (y no hay ninguna garantía de que lo tengan), restaurar la unipolaridad es probablemente imposible.

Acabaremos en:

1) un mundo bipolar (con Estados Unidos y China como los dos polos) o 2) una versión desequilibrada de la multipolaridad en la que Estados Unidos es la primera entre un conjunto de grandes potencias desiguales pero aún significativas (China, Rusia, India, posiblemente Brasil, y posiblemente un Japón y una Alemania rearmados).

¿Qué clase de mundo sería ése? Los teóricos de las relaciones internacionales están divididos sobre esta cuestión. Los realistas clásicos, como Hans Morgenthau, creían que los sistemas multipolares eran menos propensos a la guerra porque los Estados podían realinearse para contener a los agresores peligrosos y disuadir la guerra.

Para ellos, la flexibilidad del alineamiento era una virtud. Los realistas estructurales como Kenneth Waltz o John Mearsheimer sostenían lo contrario. Creían que los sistemas bipolares eran de hecho más estables porque se reducía el peligro de errores de cálculo; las dos principales potencias sabían que la otra se opondría automáticamente a cualquier intento serio de alterar el statu quo.

Además, las dos potencias principales no dependían tanto del apoyo de sus aliados y podían mantener a raya a sus clientes cuando era necesario. Para los realistas estructurales, la flexibilidad inherente a un orden multipolar crea una mayor incertidumbre y hace más probable que una potencia revisionista piense que puede alterar el statu quo antes de que las demás puedan combinarse para impedirlo.

Si el futuro orden mundial es el de una multipolaridad desequilibrada y si tales órdenes son más propensos a la guerra, entonces hay motivos para preocuparse. Pero la multipolaridad podría no ser tan mala para Estados Unidos, siempre que reconozca las implicaciones y ajuste su política exterior adecuadamente.

Para empezar, reconozcamos que la unipolaridad no fue tan buena para Estados Unidos, y especialmente para aquellos desafortunados países que se llevaron la peor parte de la atención estadounidense en las últimas décadas. La era unipolar incluyó los atentados terroristas del 11 de septiembre, dos guerras estadounidenses costosas y finalmente infructuosas en Irak y Afganistán, algunos cambios de régimen desacertados que condujeron a Estados fallidos, una crisis financiera que alteró drásticamente la política interna estadounidense y la aparición de una China cada vez más ambiciosa cuyo ascenso se vio facilitado en parte por las propias acciones de Estados Unidos.

Pero Estados Unidos no ha aprendido mucho de la experiencia, dado que sigue escuchando a los genios estratégicos cuyas acciones dilapidaron el triunfo de Washington en la Guerra Fría y aceleraron el fin de la unipolaridad. El único freno a las acciones de una potencia unipolar es el autocontrol, y el autocontrol no es algo que se le dé muy bien a una nación cruzada como Estados Unidos.

El retorno de la multipolaridad recreará un mundo en el que Eurasia contendrá varias grandes potencias de distinta fuerza. Es probable que estos Estados se miren unos a otros con recelo, especialmente cuando estén muy cerca. Esta situación da a Estados Unidos una flexibilidad considerable para ajustar sus alineamientos según sea necesario, al igual que hizo cuando se alió con la Rusia estalinista en la Segunda Guerra Mundial y cuando arregló sus diferencias con la China maoísta durante la Guerra Fría.

La capacidad de elegir a los aliados adecuados es el ingrediente secreto de los éxitos pasados de Estados Unidos en política exterior: Su posición como única gran potencia en el hemisferio occidental le proporcionó una “seguridad gratuita” que ninguna otra gran potencia poseía, y convirtió a Estados Unidos en un aliado especialmente deseable cuando surgían problemas graves.

Como escribí allá por los años ochenta: “Para las potencias medias de Europa y Asia, Estados Unidos es el aliado perfecto. Su poder agregado garantiza que su voz se oirá y sus acciones se dejarán sentir… [pero] está lo suficientemente lejos como para no suponer una amenaza significativa [para sus aliados]”.

En un mundo multipolar, las demás grandes potencias irán asumiendo gradualmente una mayor responsabilidad en su propia seguridad, reduciendo así la carga global de Estados Unidos. India está aumentando su fuerza militar a medida que crece su economía, y el pacifista Japón se ha comprometido a duplicar su gasto en defensa para 2027.

Esto no es del todo una buena noticia, por supuesto, porque las carreras armamentísticas regionales tienen sus propios riesgos y algunos de estos Estados pueden llegar a actuar de forma peligrosa o provocadora. Pero a propósito de mi primer punto, no es que Estados Unidos haya hecho un gran trabajo manteniendo el orden en Oriente Medio, Europa o incluso Asia en las últimas décadas. ¿Estamos seguros al cien por cien de que las potencias locales lo harán peor, o de que a los norteamericanos les importaría que lo hicieran?

Aunque la multipolaridad tiene sus inconvenientes (véase más adelante), tratar de evitarla sería costoso y probablemente inútil. Puede que Rusia acabe sufriendo una derrota decisiva en Ucrania (aunque eso no es en absoluto seguro), pero su enorme tamaño, su arsenal nuclear y sus abundantes recursos naturales la mantendrán entre las grandes potencias independientemente de cómo acabe la guerra actual.

El control de las exportaciones y los problemas internos pueden ralentizar el ascenso de China y su poder relativo puede alcanzar su punto álgido en la próxima década, pero seguirá siendo un actor importante y sus capacidades militares continuarán mejorando. Japón sigue siendo la tercera economía mundial, está iniciando un importante programa de rearme y podría dotarse rápidamente de un arsenal nuclear si se viera en la necesidad de hacerlo.

La trayectoria de India es más difícil de prever, pero es casi seguro que en las próximas décadas tendrá más peso que en el pasado, y Estados Unidos no tiene ni la capacidad ni el deseo de impedirlo. Por tanto, en lugar de embarcarse en un esfuerzo inútil por hacer retroceder el reloj, los estadounidenses deberían empezar a prepararse para un futuro multipolar.

Lo ideal sería que un mundo de multipolaridad desequilibrada animara a Estados Unidos a alejarse de su instintiva dependencia del poder duro y la coerción y a dar más peso a la diplomacia genuina. Durante la era unipolar, los funcionarios estadounidenses se acostumbraron a abordar los problemas mediante exigencias y ultimátums y a aumentar la presión, empezando con sanciones y amenazas de fuerza y recurriendo después a la conmoción y el pavor y al cambio de régimen si las medidas coercitivas más suaves no funcionaban.

Los decepcionantes resultados, por desgracia, hablan por sí solos. En un mundo multipolar, por el contrario, incluso las potencias más fuertes deben prestar más atención a lo que quieren los demás y esforzarse más por persuadir a algunos de ellos para que lleguen a acuerdos mutuamente beneficiosos. La diplomacia del “lo tomas o lo dejas” debe dar paso a enfoques más sutiles y a mucho más “toma y daca”; confiar principalmente en el puño cerrado sólo conseguirá que los demás se distancien. En el peor de los casos, empezarán a alinearse en la oposición.

No se equivoquen: Para Estados Unidos, y quizá para todo el mundo, el futuro multipolar no está exento de importantes inconvenientes. En un mundo de grandes potencias en competencia, los Estados más débiles pueden competir entre sí, lo que significa que es probable que disminuya la influencia de Estados Unidos sobre algunos Estados pequeños.

La competencia entre las grandes potencias de Eurasia podría fomentar los errores de cálculo y la guerra, como ocurrió antes de 1945. Es posible que más Estados decidan buscar armas nucleares, en una época en la que los avances tecnológicos pueden convencer a algunos de que esas armas podrían ser utilizables. Ninguno de estos acontecimientos es de agradecer.

Pero suponiendo que Estados Unidos siga siendo el primero entre desiguales en un orden multipolar emergente, sus dirigentes no deberían preocuparse en exceso. Washington estará en una situación ideal para enfrentar a las demás grandes potencias entre sí, y podrá dejar que sus socios de Eurasia asuman una mayor parte de la carga de su propia seguridad.

Aunque los líderes estadounidenses han ocultado durante mucho tiempo sus inclinaciones realistas tras una nube de retórica idealista, solían ser bastante buenos en la política de equilibrio de poderes. Con el retorno de la multipolaridad, sus sucesores sólo tienen que recordar cómo se hace.

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